sábado, 11 de julio de 2009

DE LAS ENTRAÑAS A LA LUZ




ENSAYO: VERSO Y REVERSO
ENTRE LO HUMANO Y LA NATURA.


DE LAS ENTRAÑAS A LA LUZ


LA CASA QUE HABITAMOS:


Las bellezas más sorprendentes del mar se deslizan en sus profundidades, y, sus bondades circundan la tierra. Su hermana, sí la tierra, también en sus honduras amasa la vida nutriente, y, hogareña la nuestra. El sol llama a todos a despertar y su luna a soñar con su música de estrellas.
Esta natura es un brindis que se brinda a los cuatro vientos:
Se prodiga de ternuras en flores y frutos,
Seduce a mirar más allá con los ojos de las águilas, de las abejas,
Se recrea en las danzas de relaciones, transforma desde dentro. ¿No es inimaginable que un gusano de seda se oruge para ser mariposa?, ¿que los desechos los transforme en aromas?.
Su perfección reina al interior de las células, en la armonía de los cuerpos como las rondas de los planetas.
Nada existe sin sus complementos, aún en sus “contrarios”. Así es el orbe oxigenado por la energía creadora, tejido fibra a fibra por milenios de milenios. La sabiduría indígena profesa que del matrimonio cielo y tierra nace todo lo que vemos superando infinitamente nuestra fantasía. Sentir este concierto abre los poros del alma y la sed descubre sus manantiales.
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Entre este paraíso de la natura y el de los humanos, siento una brecha dramática.


¿SOMOS HABITANTES INGRATOS?.


Atrae buscar el “eslabón perdido” pero, ¿no es más urgente, imperioso preguntarnos cómo y por qué cortamos nuestro cordón esencial con la savia de la creación?.
Preguntemos desde nuestro aquí y ahora para nuestro aquí y ahora: ¿Por qué se nos fuga el sentido de vivir mientras trajinamos por la vida?. Quien sabe del insoslayable vacío de no saber de su padre, de su madre, sabrá también del gozo de encontrarlos. De la misma forma nuestra especie humana podría volver la mirada hacia su tronco original. Beber de los orígenes, del origen es beber agua fresca y ¡cómo lo canta todo nuestro cuerpo!. Reencontrarse con nuestras fuentes es reencontrarse consigo mismo. Es como erguirse con la fuerza de las raíces de los álamos.
Discurrir sobre nuestras fuentes o intuirlas es prender nuestras linternas internas.
Pregona la astronomía que el universo tuvo un inicio explosivo incomensurable de cuyo vientre incandescente proliferaron las galaxias. Vientre, urdido en ese mágico silencio del Espíritu. Esta entrada a la escena de los espacios siderales anuncia: para crear, expandirse hay que bullir por dentro. Este ayer cósmico es presente de los presentes: lo reeditan las semillas, cada corazón, cada pulmón, las esporas seculares, las moléculas y nosotros que también venimos a desplegar nuestro espíritu en la tierra. El más levísimo pálpito es una ronda entre inspirar y espirar.
Pero, cual Narciso nos embelesamos con nuestras creaciones, con nuestros ídolos que producimos, y, dejamos de sentir que “somos más grande que lo que hacemos”. Nos




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sentimos poderosos, invulnerables por un transatlántico, por un transbordador espacial. Nuestras obras y los recursos nos hipnotizan. Este desquicio desequilibra la filiación entre los humanos y su habitación terrenal. Este trastorno se agiganta en las llagas que provocamos a nuestra tierra, los glaciares cual hojas otoñales se van desprendiendo de sus templos, los humanos también se deshojan de sus pulsiones más íntimas, y, las vidas que se marchitan antes de morir. Infinitos ojos sudorosos, fatigados hollan sus pies por una llegada de paz, de recrearse. ¡Cruel espejismo! pues el hogar es nuestro corazón, es éste el hogar fundante de todo hogar. Hermosamente lo dice un indio quechua: “Somos peces de mares profundos, si salimos a la superficie reventamos”; lo dijo Jesús: “vosotros no sois de este mundo”, y, el sabio C. Jung: “quién ve hacia fuera, sueña, quién ve hacia adentro, despierta”.
Buscamos extraterrestres, enviamos sondas hacia el universo: ¿hay alguien por alli?, no importa a cuantos años luz estén. Ellos nos podrían soplar de dónde viene todo esto. Quizás estarían más cerca de los orígenes o serían más lúcidos que nosotros, nos imaginamos que no serían depredadores de su propia especie. Son suposiciones que nos enternecen pero, ¿puede ser más perplejante que aún no nos demos cuenta que los extraterrestres somos nosotros mismos?.
Cuando nacimos, la tierra nos antecedía en millones de años. Sólo breves huéspedes de ella somos, y, más aún lo sella el decisivo ritual de nuestro cuerpo: “hasta aquí no más te acompaño”. Sin embargo nuestro cuerpo, no sólo nos transporta por un tiempo, es la mar de nuestros sentimientos con su siempre horizonte seductor.


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Cuando nos sentimos profundamente felices expresamos: “esta felicidad me desborda que no quepo en mí mismo”, hasta las estrellas las sentimos próximas, quedamos como fuera de nosotros mismos – extasiados – anonadados, vertidos como ríos al mar, o como los abrazos que fusionan. Cuando nos permitimos bajar al sótano más profundo de nosotros mismos se nos asoma la evidencia de aquello “que no sólo pan vive el hombre”. Sin embargo, también nos sobrecogen las ovaciones de las multitudes y de aquellas que se huracanan por las injusticias. Desde nuestras finitudes oteamos lo infinito. Heredamos el espíritu en nuestros huesos: comprender, intuir pertenece al espíritu, mas juntar las letras y leerlas pertenece a las conexiones neuronales; darse pertenece al espíritu, dar pertenece a la energía misma; amar pertenece al espíritu, las atracciones a las asombrosas leyes físico químicas.
Estos oleajes nos recogen nuevamente al centro original: Aquella condensación no sólo fue su despliegue de energía sino al enjambre cósmico de coordinaciones de coordinaciones. Cuando absortos admiramos nuestro propio sistema solar con sus ejes invisibles ¿no nos susurra el sentimiento anonadante, del misterio sin límites que llamamos amor pues todo aparece como una difusión de sí mismo. La vida fluyendo de sí misma. Esta corriente circula por todos los intersticios del cuerpo de la tierra. No, no es una ilusión, sí es una desilusión que, los humanos al revés del ritmo vital, vivamos para nosotros mismos, la vida se nos va en satisfacer más y más nuestras necesidades. Entre los humanos del campo y de las grandes ciudades la diferencia es abismal. En el campo las necesidades humanas se armonizan con las necesidades de la tierra, en las ciudades las necesidades sólo se fermentan pues el oro es mudo.


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La vida, todo regaza hasta que madure. Entraña apegos y desapegos, calor y tiempo, intimidad y espacio, asimila sin cesar. ¿Existe una ebullición más enloquecedora y silenciosa a la vez que las fecundidades de la vida?. La vida se elonga amamantándose a sí misma y se enriquece en sus diversidades a donde vayan los ojos. Cada órgano afina sus filigranas para el concierto universal. Zambullirse en sus pulsaciones es otro renacer. Pero, mientras la vida crea sus propios tiempos pues sabe cuando todo llega a su cenit de evolución, los humanos al descubrir las llaves computacionales ingresan al majestuoso reino virtual. En un clic le parece todo accesible. Ya no es necesario reflexionar, caminar, subir, palpar, aprender experimentando.
Tan fascinante es superar las barreras del tiempo que los humanos también le inyectan a la vida sus ansiedades para acelerar, alterar sus procesos, clonar las especies. Salvo las estaciones del año escapan a su dominio, aunque no dejan de creer que por madrugar amanece más temprano.
La entronización de un mundo vertiginoso “sin querer queriendo” ¿no estaría robotizando a los humanos?. Un humano robotizado sería el ideal para el desarrollo, el progreso que se propugna: carecería de subjetividad o la eclipsaría, su éxito será desempeñarse a la perfección en el engranaje productivo, tener el máximo rendimiento al menor costo. Casi no existirían problemas de salud, ¿la muerte? equivale a todo instrumento que cumple con su “vida útil”. Claro está que la transición para esta utopía cibernética, los humanos tendrán que sufrir alteraciones y necesitarán farmacias a cada esquina, tendrán que tener diversas adicciones que sustituyan a los sentimientos que emanan de la subjetividad, más transportes a velocidades supremas, habituarse ya a las comidas rápidas, a los contactos electrónicos, informaciones rápidas. Algunos países europeos que vienen de vuelta de aquella utopía están reinventando lo que ellos llaman la cultura del “slow”, están descubriendo que el rendimiento es mayor con una ponderada lentitud, desacelerarnos. O sea existen alternativas reales de revertir lo que ya parece, casi irreversible.
Recientemente el Sr. Miguel D Escoto, Presidente de las Naciones Unidas en su exposición inaugural para el encuentro de las naciones a dar pasos trascendentales hacia la superación de la crisis mundial, el Sr. Escoto desarrolló planteamientos iluminadores por una ética acorde al buen vivir de la humanidad. De su exposición me he atrevido a extraer dos de sus párrafos: “A raíz de nuestro excesivo consumo y despilfarro, la tierra ha ultrapsado ya en 40 % su capacidad de reposición de sus bienes y servicios que generosamente nos ofrece”. Es un dato flagrante y concluyente que nos llevó al abuso profundo de nuestra madre tierra. Esta información, más que un dato estadístico, evidencia que los humanos vivimos en función de los intereses productivos con total ignorancia o inconciencia de sus consecuencias. Las crisis que le ocasionamos al planeta y a nosotros mismos ¿no nos obligan categóricamente a cambiar nuestros paradigmas de un desarrollo que nos arrolla?. El Sr. D Escoto en uno de sus acápites científicos, y, no menos poéticamente analógico, expresa: “Como todos venimos del corazón de las grandes estrellas rojas en las cuales se forjaron los elementos que nos constituyeron, está claro que nosotros nacimos para brillar y no para sufrir”. En la cultura teísta bien podría converger que “la gloria del Creador es la gloria de su criatura y la gloria de su criatura es la gloria de su Creador”. Creyentes y no creyentes somos todos pasajeros de la misma nave y cada uno está dotado de una dignidad inviolabe que




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cimenta los derechos humanos. La sociedad es sociedad en la medida que nos sirvamos unos a otros, pues servirnos unos de otro reproduciría aquel ícono de la Torre de Babel.
Federico Nietzshe decía: “es preciso mitigar la sed de vuestra verdad pues morir de sed en el mar sería espantoso”. ¿No nos estamos muriendo ya en el mar del consumo?. Restaurar la visión de una civilización del amor, bien podría parecer a una evocación religiosa, mística, a una filosofía ecologista y, por tanto a un paradigma como cualquier otro. Pero, son los porfiados hechos de inequidades, de los desequilibrios que perentoriamente obligan una ética coherente y consistente con la vida misma.
“No hay peor ciego que el quiere no ver”. La película del Titanic nos muestra que mientras su base se anegaba, arriba estaban los pasajeros disfrutando de sus fiestas. Demasiado tarde será esperar que “el agua nos llegue al cuello” o que nos venga una hecatombe y después del día “D” reempezar. Pero, hace 2009 años hubo un “llamado de paz a los hombres de buena voluntad” pues serían bastante menos quienes se negasen a ser personas de buena voluntad. Con ellos podría darse la reconciliación con su madre natura y también la reconciliación consigo mismo. “El corazón de la paz se evidencia en la paz del corazón”.
La ciencia, la tecnología, la economía dependen de la conciencia humana, la conciencia humana depende de recentrarse con sus ejes originales, de su vientre a la luz.



22 de Junio 2009.

Pedro Aranda Astudillo
Antofagasta – Chile
pj.aranda@gmail.com

http://pedroaranda.ning.com/

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